domingo, 19 de julio de 2015

El budismo, Hermann Hesse y tal

Hace unos años usaba el blog —y un par de años antes, los foros— para escribir lo que me pasaba por la cabeza. Comentarios sobre lo que estaba leyendo, principalmente. Comentarios sobre lo que pensaba, tratando de descular alguna historia que me partía la cabeza en ese entonces. Diálogos medio «solilóquicos» con otros foreros y blogueros en los que me explayaba sobre lo que me atormentaba o sobre aquello de lo que estaba disfrutando en cierto momento.
Por un tiempo, dejé de hacerlo.
Hace un par de años, limité escritos en ese tono a cuadernos de papel que guardo no sé bien para qué. Pero el blog es distinto. Porque esos cuadernos no los va a leer nadie más que yo, algún psicólogo que me atienda y quizá mi madre cuando yo muera, si es que ella me sobrevive.
Esto no es así. Esto es explosivo. Esto es por lo que murió gente en otras épocas no tan lejanas: escribir algo y que otros lo lean.
Mi maestro de tipografía dice que la imprenta es un arma. La imprenta sería un revólver si se la compara con la espada que era la pluma.
Internet sería algo así como una bomba atómica.
Y es más que una bomba atómica: Esto lo puede leer un flaco en Italia, otro en Nueva Zelanda, una flaca de Chad… En cualquier momento. Si no lo borro, pueden pasar años hasta que alguien esté buscando la biografía de Hesse o quiera comprar un Kindle y le aparezca este mensaje en su lista de resultados de Google.
Es poderoso.

*  *  *

Hace un par de horas —antes de emitir mi sufragio «derrotista y careta» para el próximo jefe de gobierno de mi ciudad—, terminé de leer Siddharta, de Hermann Hesse [libro descargado hace unos días de ePub Libre, un sitio impresionante que descubrí no hace mucho y el cual empecé a usufructuar hace un par de meses con motivo de la compra de un Kindle® (Keyboard WiFi de pantalla de 6 pulgadas, con 3 GB de espacio —como para un par de miles de libros—, usado pero como nuevo, etc.: mi juguete nuevo, un cambiavidas, un parteaguas, un quemacocos {por ejemplo, descargué con un torrent la bibliografía de Philip K. Dick completa en diez minutos. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Bueno: la bibliografía completa de Bradbury, tal vez, o la de Ballard… que también se pueden encontrar por ahí. ¡Dioses! <Aprendí a usar mIRC para descargar libros en inglés, también. La baba.>})].
Siddharta, decía.
Es un libro de Hesse publicado en 1922.
Narra la vida de un tal Siddharta que vive en la India en los tiempos del otro Siddharta, el famoso, Siddharta Gautama, Shakyamuni, EL Buda. O sea, es la historia de un tocayo del Buda histórico que vive en su misma época e incluso lo conoce en persona en el libro. Este Siddharta también alcanzará la iluminación, pero por un camino distinto al del Buda, y sin abrazar su doctrina, sino siguiendo su propio destino.
[Redacción con estilo «contratapa de una edición de veinte pesos».]

Hace unos días hablaba en el colectivo con mi amiga y socia sobre el budismo, que hace un par de años empecé a practicarlo con bastante asiduidad, y le comentaba que la cosa no venía siendo así en el último tiempo.
Y gracias a esa conversación —y a otras circunstancias que no vienen al caso, también—, me reencontré con estas ideas.
Es muy grande para una entrada de un blog, quizá; blog que no lee ni mi madre, en estos tiempos, pero sea, lo digo: hay una extraña tensión, incomodidad, una serie de dudas y contradicciones en el hecho de que alguien como yo —que desde los diez años, después de la primera comunión, rechazó la idea de Dios y de todo lo que tuviera que ver con una religión organizada y se hizo decididamente anti-religioso— se encuentre con que hay una religión que, para empezar, no tiene Dios y que, además, propone un sistema para equilibrarse, ordenarse, automejorarse, comprender el mundo, relacionarse de cierta forma con las personas, completamente distinto a lo que por sus prejuicios de la infancia y rencores de la adolescencia esperaba de una religión. Sistema que vino a servirle a uno de sostén en un mal momento —si no el peor de la vida— y que cuando se lo enfrenta, después de un tiempo de dejarlo un poco de lado, con uno ya repuesto de aquel mal momento, asusta por lo poderoso que lo hace sentir.

Para muestras, no basta sino que más bien sobra un botón (de pánico) [es del último capítulo del libro: SPOILER ALERT]:
    […] —Antes de continuar mi camino, Siddharta, permíteme una pregunta. ¿Tienes una doctrina? ¿Tienes una fe o una creencia que sigues, que te ayuda a vivir y a obrar bien?
     Siddharta declaró:
     —Tú ya sabes, amigo, que de joven, cuando vivía con los ascetas, en el bosque, llegué a creer que debía desconfiar de las doctrinas y los profesores, y darles la espalda. No he cambiado de opinión.
     »No obstante, he tenido muchos otros maestros desde entonces. Incluso una bella cortesana fue mi instructora por un largo tiempo, así como un rico comerciante y unos jugadores de dados. También lo ha sido en una ocasión un discípulo de Buda; estaba sentado a mi lado, en el bosque, cuando yo me había adormecido en mi peregrinar. También aprendí de él, y le estoy agradecido, de veras. Sin embargo, de quien aprendí más fue de este río y de mi antecesor, el barquero Vasudeva. Era una persona muy sencilla; no se trataba de ningún filósofo, y sin embargo, sabía tanto como Gotama: era perfecto, un santo.
     Govinda exclamó:
     —¡Me parece, Siddharta, que todavía te gusta la burla! Te creo y sé que no has seguido a ningún profesor. ¿Pero, acaso no has encontrado tú mismo esta doctrina, con algunos razonamientos o conocimientos tuyos, que te ayuden a vivir? Si quisieras decirme alguna de esas teorías, alegrarías mi corazón.
     Siddharta repuso:
     —He tenido ideas, sí, e incluso razonamientos de vez en cuando. En alguna ocasión he creído sentir en mí cómo se percibe la vida en el corazón, pero tan sólo por una hora o un día. Eran muchas las ideas, y me sería difícil comunicártelas. Mira, Govinda, esta es una de las cuestiones que he descubierto: la sabiduría no es comunicable. La sabiduría que un erudito intenta comunicar, siempre suena a simpleza.
     —¿Bromeas? —inquirió Govinda.
     —No. Digo lo que he encontrado. El saber es comunicable, pero la sabiduría no. No se la puede hallar, pero se la puede vivir, nos sostiene, hace milagros: pero nunca se la puede explicar ni enseñar. Esto era lo que ya de joven pretendía, y lo que me apartó de los profesores.
     »He encontrado otra idea que tú, Govinda, seguramente tomarás por broma o chifladura, pero, en realidad, se trata de mi mejor pensamiento. Es este: ¡Lo contrario a cada verdad es igual de auténtico! O sea: una verdad sólo se puede pronunciar y expresar con palabras si es unilateral. Y unilateral es todo lo que se puede expresar con pensamientos y declarar con palabras; todo lo unilateral, todo lo mediocre, todo lo que carece de integridad, de redondez, de unidad.
     »Cuando el venerable Gotama enseñaba el mundo por medio de palabras, lo tenía que dividir en samsara y nirvana en ilusión y verdad, en sufrimiento y redención. No es posible otra forma para el que desea enseñar. No obstante, el mundo mismo, lo que existe a nuestro alrededor y en nuestro propio interior, nunca es unilateral. Jamás un hombre o un hecho es del todo samsara o del todo nirvana, nunca un ser es completamente santo o pecador. Nos parece que es así porque nos hacemos la ilusión de que el tiempo es algo real. Y el tiempo no es real, Govinda, lo he experimentado muchísimas veces. Y si el tiempo no es real, también el lapso que parece existir entre el mundo y la eternidad, entre el sufrimiento y la bienaventuranza, entre lo malo y lo bueno, es una ilusión.
     —¿Qué quieres decir? —preguntó Govinda angustiado.
     —¡Escucha bien, amigo, escucha bien! El pecador, que lo somos tú y yo, es pecador, pero algún día volverá a ser Brahma, llegará a nirvana, será buda…, y ahora fíjate bien: ese «algún» es una ilusión. ¡Es sólo metáfora! El pecador no está en camino hacia el budismo, no se encuentra en un desarrollo, aunque no nos lo podemos imaginar de otra forma. No; en el pecador, ahora y hoy, ya está presente el buda futuro, todo su futuro, en él, en ti, en todo se debe respetar el posible buda escondido.
     »El mundo, amigo Govinda, no es imperfecto, ni se encuentra en un camino lento hacia la perfección. No; él es perfecto en cualquier momento. Todo pecado ya lleva en sí el perdón, todos los lactantes, la muerte; todos los moribundos, la vida eterna. Ningún ser humano es capaz de ver en el otro en qué situación se halla dentro de su camino: en el ladrón y en el jugador espera el buda, en el brahmán espera el ladrón.
     »En la profunda meditación existe la posibilidad de anular el tiempo, de ver toda la vida pasada, presente y futura a la vez, y entonces todo es bueno, perfecto: es brahma. Por ello, lo que existe me parece bueno; creo que todo debe ser así, tanto la muerte como la vida, el pecado o la santidad, la inteligencia o la necedad; todo necesita únicamente mi afirmación, mi buena voluntad, mi conformidad de amante: entonces es bueno para mí, y nunca podrá perjudicarme.
     »He experimentado en mi propio cuerpo, en mi misma alma, que necesitaba el pecado, la voluptuosidad, el afán de propiedad, la vanidad, y que precisaba de la más vergonzosa desesperación para aprender a vencer mi resistencia, para instruirme a amar al mundo, para no compararlo con algún mundo deseado o imaginado, regido por una perfección inventada por mí, sino dejarlo tal como es y amarlo y vivirlo a gusto.
     »Estas son, Govinda, algunas de las ideas que se me han ocurrido.
     Siddharta se inclinó, levantó una piedra del suelo y la sopesó en la mano.
     —Esto —declaró mientras jugaba—, es una piedra, y dentro de un tiempo quizá sea polvo de la tierra, y de la tierra pasará a ser una planta, o animal o un ser humano. En otro tiempo hubiera dicho: «Esta piedra sólo es piedra, no tiene valor, pertenece al mundo de Maja; pero como en el circuito de las transformaciones también puede llegar a ser un ente humano y un espíritu, por ello le doy valor». Así, quizás, hubiera pensado antes. Pero ahora razono: esta piedra es una piedra, también un animal, también un dios, también un buda; no la venero ni amo porque algún día pueda llegar a ser esto o lo otro, sino porque todo esto lo es desde hace tiempo, desde siempre. Y, precisamente, esto que ahora se me presenta como una piedra, que ahora y hoy veo que es una piedra, justamente por ello la amo y le doy un valor y un sentido en cada una de sus líneas y huecos, en el amarillo, en el gris, en la dureza, en el sonido que produce cuando la golpeo, en la sequedad o humedad de su superficie.
     »Hay piedras que al tocarlas parecen aceite o jabón, y otras semejan hojas o arena, y cada una es diferente y roza el Om a su manera; cada una es Brahma, pero a la vez es una piedra, está grasienta o jabonosa, y precisamente esto es lo que me gusta y me parece maravilloso y digno de adoración.
     »Pero no me hagas hablar más sobre todo ello. Las palabras no son buenas para el sentido secreto; en cuanto se pronuncia algo ya cambia un poquito, se lo falsifica…, sí, y también esto es muy bueno y me gusta asimismo, estoy muy de acuerdo que lo que es tesoro y sabiduría de una persona, parezca a otra una locura.
     Govinda escuchaba en silencio.
     —¿Por qué me has dicho lo de la piedra? —preguntó vacilante, tras una pausa.
     —Lo dije con intención. O quizás he querido declarar que amo precisamente a la piedra y al río, a esas cosas que contemplamos y de las que podemos aprender. Govinda, puedo amar a una piedra, a un árbol o a su corteza. Son objetos que pueden amarse. Pero no a las palabras. Por ello, las doctrinas no me sirven, no tienen dureza, ni blandura, no poseen colores, ni cantos, ni olor, ni sabor, no encierran más que palabras. Acaso sea eso lo que te impide encontrar la paz, quizá sean tantas palabras. También redención y virtud, lo mismo que samsara y nirvana son sólo palabras, Govinda. Fuera del nirvana no existe nada más: únicamente palpita el vocablo nirvana.
     Govinda exclamó:
     —Amigo, nirvana no es tan sólo un término. Nirvana es un pensamiento.
     Siddharta continuó:
     —Un pensamiento, puede ser así. Amigo, he de hacerte una confesión: no me gusta diferenciar mucho entre pensamientos y palabras. Para serte sincero, tampoco soy partidario de las teorías. Me gustan más los objetos. Aquí, en esta barca, por ejemplo, mi antecesor fue un hombre, un santo que durante muchos años creyó simplemente en el río, en nada más. Notó él que la voz del río le hablaba; de ella aprendió, pues el agua le educó y enseñó; el río le parecía un dios. Durante muchos años ignoró que todo viento, nube, pájaro o escarabajo, es igual de divino, y sabe tanto que también puede enseñar como el río. No obstante, cuando ese santo se marchó a los bosques, lo sabía todo, más que tú y yo, y sin profesor, ni libros; únicamente porque había creído en el río.
     Govinda replicó:
     —Pero, lo que tú llamas «objeto», ¿es realmente algo que tiene sustancia? ¿No se trata sólo de un engaño de Maja: únicamente imagen y apariencia? Tu piedra, tu árbol, tu río…, ¿son realidades?
     —Tampoco eso me preocupa mucho —repuso Siddharta—. ¡Qué más da que las cosas sean engaños o no! Y si lo son, también yo lo seré entonces, y de ese modo nunca me importará. Este es el motivo que me obliga a tenerles tanto aprecio y veneración: son mis semejantes. Por ello puedo amarlos.
     »Y ahora voy a exponerte una teoría de la que te vas a reír: el amor, Govinda, me parece que es lo más importante que existe. Penetrar en el mundo, explicarlo y despreciarlo, puede ser cuestión de interés para los grandes filósofos. Pero para mí, únicamente me interesa el poder amar a ese mundo, no despreciarlo; no odiarlo ni aborrecerme a mí mismo; a mí sólo me atrae la contemplación del mundo y de mí mismo, y de todos los seres, con amor, admiración y respeto. —Eso sí que lo comprendo —interrumpió Govinda—. Pero precisamente fue este punto lo que el majestuoso reconoció como engaño. Gotama ordena benevolencia, respeto, compasión, tolerancia, pero no amor; nos prohibió atar a nuestro corazón en el amor hacia lo terrenal.
     —Lo sé —repuso Siddharta. Y su sonrisa tenía un brillo dorado—. Lo sé, Govinda. Y mira, ya nos encontramos en medio de la espesura de las opiniones, en la discusión por palabras. No puedo negarlo: mis palabras sobre el amor contradicen, mejor dicho, parece que contradicen a las palabras de Gotama. Esa es la causa que me hace desconfiar de los términos, pues sé que esta contradicción es un engaño. Sé que estoy de acuerdo con Gotama. ¡Es imposible que el majestuoso no conozca el amor! ¡Él, que ha llegado a conocer todo lo humano en su carácter transitorio y vanidoso, y que a pesar de ello amó tanto a los seres humanos! ¡Él, que empleo toda su larga y penosa vida únicamente para ayudarles, para enseñarles!
     »También en Gotama, tu maestro, prefiero sus hechos antes que sus palabras. Sus actos y su vida me parecen más importantes que sus oraciones, el gesto de su mano es más interesante que sus opiniones. No veo su grandeza en el hablar, ni en el pensar, sino en sus obras y su existencia. […] 
*  *  *
Destaco algo de este reencuentro con el budismo gracias a Hermann Hesse: Ya otros libros de Hesse me habían llegado en momentos importantes de la vida y me habían impactado profundamente.
El lobo estepario, por ejemplo, que leí por primera vez al terminar la secundaria y por segunda en mis ratos libres cuando trabajaba de casero en un hostel de El Bolsón en 2009, a los 26 años. Dos épocas en las que estaba cuestionando todo y quería, como dice en algún lado de ese libro, «hacer saltar el mundo por los aires».
O Narciso y Goldmundo, que también leí en el Sur, después de dejar el trabajo en el hostel, a principios de 2010, mientras paraba en una carpa en casa de unos amigos y me preguntaba qué sería de mi vida al día siguiente.
O Demián, que leí cuando estaba haciéndome amigo de un flaco muy particular, durante los primeros meses de 2010, también.

Quiero mucho a este autor.